Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.
Restaurante El Alpendre de Félix
José Carlos Guerra
Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.
Restaurante El Alpendre de Félix
José Carlos Guerra
Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.
Restaurante El Alpendre de Félix
José Carlos Guerra
Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.
Restaurante El Alpendre de Félix
José Carlos Guerra
Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.
Restaurante El Alpendre de Félix
José Carlos Guerra
Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.
Restaurante El Alpendre de Félix
José Carlos Guerra
Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.
Hoy hace más de 30 años el precioso pago de La Sorrueda era un remoto paraíso apalmerado que había vivido sus mejores días antes de la llegada del turismo, cuando bullía de animales y chiquillería. Despoblado por el éxodo de unos habitantes que, como tantos en las medianías y cumbres de Gran Canaria se desplazaron a las costas a por las zafras de tomates y guiris, el lugar languidecía derrumbando algunas de sus edificaciones por el paso del tiempo, como ocurría con la gallanía de los abuelos de Félix González Pérez, unos cuartos en alpendre en un caserío donde de antiguo prosperaban burros, vacas y cochinos.